La actriz británico-estadounidense Olivia de Havilland fue
uno de los rostros populares de la Warner en su etapa dorada. Su extensa
carrera en el mundo de la interpretación comenzó a través de la comedia romántica
“Alibi Ike” (Ray Enright, 1935), en la que compartió hilarantes escenas con el
comediante Joe E. Brown y con cuyo director volvería a trabajar en “Hard to
Get” (1938). Desde ese momento, su trayectoria siempre fue en ascenso,
engrosando su experiencia con las obras que le ofrecían cineastas tan
emblemáticos como Lloyd Bacon, Sam Wood, Raoul Walsh, John Huston, William
Wyler o Robert Aldrich.
Sin embargo, por encima de todos ellos destaca la
figura del director Michael Curtiz, que le llegó a considerar una de sus más célebres estrellas y le facilitó poder formar parte de un gran número de sus películas, como “El
Capitán Blood” (1935), “La Carga de la Brigada Ligera” (1936), “Robin de los
Bosques” o “Dogde, Ciudad sin Nombre” (1939), como fiel compañera del eterno
héroe que siempre encarnaba el actor Errol Flynn. Una lucrativa pareja con una
fuerte química en pantalla, especialmente por parte de él desde el ámbito más personal, que gracias al
interés del público también les llevaría a protagonizar el western “Camino de
Santa Fe” (Michael Curtiz, 1940) o uno de los clásicos más importantes, “Murieron
con las Botas Puestas” (Raoul Walsh, 1941). Asimismo, Olivia de Havilland luciría esplendorosa frente a la
cegadora aura de Bette Davis en el drama psicológico “Canción de Cuna para un
Cadáver” (Robert Aldrich, 1964), con quien ya había coincidido en “La Vida
Privada de Elisabeth y Essex” (Michael Curtiz, 1939), en la que terminó por unirse a una de las
grandes parejas del Hollywood clásico. A su éxito en pantalla también se unió
el reconocimiento en forma de premios. El Festival de Venecia le otorgó el
galardón a mejor actriz por su papel en “Nido de Víboras” (Anatole Litvak,
1948). Pero, sin duda, “La Heredera”, del emblemático cineasta William Wyler,
se convirtió en una de sus mejores interpretaciones con la que se alzó con un
Oscar y un Globo de Oro.
Este drama romántico, basado en un curioso rumor que
se extendió por Londres y que llegó a los oídos del escritor y crítico
literario estadounidense Henry James, quien aprovecharía para inspirarse y
crear una de sus novelas cortas; llevó a la actriz a superar sus propios
límites en la interpretación, saliendo por fin del encasillamiento que le
ofrecieron los papeles de bellas jovencitas en apuros. “La Heredera” nos sitúa en el Nueva York de 1849. Catherine
Sloper (Olivia de Havilland) es una mujer tímida, inocente y retraída, que en
el futuro heredará una gran suma de dinero. Nunca ha recibido una proposición
de matrimonio, por lo que, con el paso de los años, se ha visto enclaustrada
entre las paredes de su amplia casa. Su padre, el doctor Austin Sloper (Ralph
Richardson), es sumamente protector con su hija y más cuando aparece en sus
vidas el joven Morris Townsend (Montgomery Clift), que no cuenta con un trabajo
estable ni con un respaldo económico capaz de convencer al doctor. Cuando
Morris se declara a Catherine, ambos comienzan a vivir en un mundo de ensoñación. Ella jamás
hubiera pensado que el destino le iba a ofrecer una oportunidad para compartir
su vida con un hombre, pero su padre piensa que este matrimonio sería demasiado
ventajoso para Morris.
Olivia de Havilland tenía un papel en sus manos de lo más
completo. El abanico de sentimientos que tuvo que desplegar para marcar un
antes y un después en la vida de Catherine es prácticamente hipnotizante. Desde
la joven apocada, introvertida, que trata de pasar siempre desapercibida por la
propia inseguridad que posee a la jovial, enamoradiza, soñadora y feliz en su
termino medio, que termina desembocando en el rencor de una mujer que, con el
paso de los años, ha tratado de suponer la realidad, de romper con aquellos
lazos que la empujaban a creer en la esperanza y que, una vez cortados, le han
arrastrado por un camino de madurez en el que la venganza se adueña de toda
emoción y que convierte su clímax en un cierre escalofriante por su frialdad.
Y pese al elenco del que se rodea, un severo Ralph
Richardson, el carismático Montgomery Clift o una inolvidable
Miriam Hopkins en el papel de la la entrañable tía de Catherine, Olivia de Havilland es sin duda la gran protagonista. Todos
ellos son un complemento perfecto que moldea la psicología de Catherine, pero
ninguno es capaz de ensombrecer ni por un instante a la gran Olivia de
Havilland. William Wyler acertó totalmente en otorgarle todo el peso dramático
a la actriz para crear momentos sumamente cautivadores en donde nos vemos
sumergidos en las siempre meticulosas palabras de la protagonista. Junto a
ello, también destaca la brillante labor del veterano director de fotografía
estadounidense Leo Tover, que, para entonces, ya había colaborado de grandes
cineastas como Ernst Lubitsch, Herbert Brenon, Sam Wood, Marshall Neilan,
George Archainbaud, Gregory La Cava, Wesley Ruggles, Mitchell Leisen, Billy
Wilder o Jean Renoir, entre otros.
El virtuosismo visual dota de una cuidadosa elegancia a la trama,
evocando a un pasado lejano con especial sensibilidad. Tanto en este aspecto
como claramente su más importante valía, la interpretación, convierten a “La Heredera” en una adaptación brillante de
la obra de Henry James. En sus 115 minutos de metraje, nos vemos arrastrados
por una vorágine de emociones, pero de fondo se mantiene la constante duda
hasta el último minuto. ¿Son verdaderos los sentimientos de Morris hacia
Catherine o tienen razón todos los demás? Y mientras tanto, la confianza siempre están en juego.
Lo mejor: la magnífica interpretación de Olivia de Havilland
en un papel que le hace brillar como pocas veces hemos podido ver.
Lo peor: nuestra mirada actual termina por ver ciertas
cuestiones algo caducas.
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