El mítico director y guionista japonés Kenji Mizoguchi fue
descubierto por occidente durante la década de los 50 junto a Akira Kurosawa y
Yasujirō Ozu. Cahiers du Cinema se hacía eco de nuevas figuras de lejanas industrias cinematográficas que, a nivel nacional, poseían unas carreras sobradamente consolidadas. Los
críticos se lanzaron de lleno a conocer las filmografías disponibles sin
comprender del todo unas narrativas que no poseían siquiera subtítulos, lo que
evidencia el lenguaje universal que estos tres autores de cine clásico
manejaban. Antes de que Mizoguchi comenzara tras las cámaras en 1923 con su
ópera prima, “El Día en que Vuelve el Amor”, fue diseñador de kimonos, aprendiz
de dibujante, estudiante de pintura, dibujante de anuncios publicitarios en el
periódico Matashin-Nippo, poeta, aficionado a la biwa, actor
como oyama, interpretando papeles femeninos cuando las mujeres no podían
trabajar como actrices; transcriptor de guiones para Osamu Wakayama y ayudante
de dirección en los Estudios Nikkatsu para Eizo Tanaka o Tadashi Ono.
En su primera etapa de director, llegó a rodar más de una
decena de películas en pleno proceso de aprendizaje y de búsqueda de su propio
estilo, que encontraría pocos años después, cuando a sus espaldas cargaba ya
con casi 50 películas rodadas. La vida personal del autor estuvo fuertemente
marcada por la gran presencia de las mujeres que le rodearon, un aspecto que trasladó a su cine y
que le valió el pase directo a la historia del séptimo arte mundial como un cineasta
feminista, aunque no fue la única cuestión que trataría en sus obras.
Curiosamente, las influencias que recibió de occidente a nivel artístico
forjarían también parte de una creatividad que, a su vez, terminaría salpicando
a otros autores asiáticos.
Desde “El Día en que Vuelve el Amor” (1923) hasta
“La Calle de la Vergüenza” (1956), Mizoguchi estuvo a punto de alcanzar los 100
proyectos cinematográficos, entre películas, cortometrajes y documentales. Por
su filmografía desfilan obras maestras de obligado visionado para comprender el
cine japonés, como “Historia del Último Crisantemo” (1939), “Vida de Oharu,
Mujer Galante” (1952), “El Intendente Sansho” (1954), “La Emperatriz Yang
Kwei-Fei” (1955) o “Cuentos de la Luna Pálida” (“Cuentos de la Luna Pálida de Agosto”/“Cuentos de la Luna Pálida Después de la Lluvia”, 1953), entre otras muchas. Precisamente, esta
última cinta sería la que le reportaría el reconocimiento internacional,
alzándose, además, con dos premios en el Festival de Venecia de 1953 y una
nominación al Oscar tres años después. La recepción del metraje no hizo más que
deslumbrar a un público y a una crítica que visualizaba la modernidad frente al
código de representación occidental de Hollywood y sus consiguientes influencias.
La historia nos sitúa durante el siglo XVI, en los tiempos
del feudalismo japonés y con la guerra civil como telón de fondo. Los campesinos Genjurô
(Masayuki Mori) y Tôbei (Eitarô Ozawa) desean salir de su perpetua pobreza y
cambiar el rumbo de su destino para hacer, por fin, fortuna a través de la alfarería y de las imponentes tropas de los guerreros samurái. Por ello, deciden abandonar a sus mujeres, Miyagi (Kinuyo
Tanaka) y Ohama (Mitsuko Mito), y sus hogares, en plena orilla del lago Biwa, en
la provincia de Ōmi; convencidos de no regresar hasta no haber cumplido con sus
objetivos. El agua se transforma en el camino del viaje, en su punto de
partida. Un nuevo comienzo en sus vidas en el que Genjurô tropezará con el castillo
de Lady Wakasa (Machiko Kyô) y, con ella, el fugaz, impulsivo y pasional
romance.
Mizoguchi dedicó parte de su filmografía al gran público, por lo que
es especialmente recordado por sus muy apreciados melodramas gidai geki y por la
mayor parte de sus incursiones en el género kaidan, al que pertenece “Cuentos de la Luna Pálida”. Matsutarô Kawaguchi, Kyûchi Tsuji, Akinari Ueda y Yoshikata Yoda se encargaron de la adaptación de todo un clásico de la
literatura japonesa, la colección de cuentos escritos por Ueda Akinari
en 1776. En este caso, pese a que el peso de la narración recae sobre los dos
hombres, el protagonismo que toman las mujeres hace de su presencia un elemento
clave en las vidas de ambos. Esposas abnegadas, preocupadas por las inamovibles
ideas de sus maridos; frente a la geisha y la joven perdida que acaba cayendo
en la prostitución y que, en pleno desespero, exclama a Tôbei “En qué me has
convertido. Gracias a tus ambiciones, sólo soy una ramera”. En todas ellas
destaca el valor, la sinceridad y su fortaleza frente a la represión social. Un
retrato que, a día de hoy, podría confundirse con cierto halo machista, pero
que, en realidad, reivindica el dolor y el sufrimiento que transmiten sus
voces.
El elenco femenino está compuesto por un poderoso triángulo, Kinuyo Tanaka, Mitsuko Mito y Machiko Kyô.
Sólo entre las tres han trabajado
en más de 350 películas y series de televisión. La primera de ellas, Kinuyo
Tanaka, comenzó su carrera en 1924, con “Mura no bokujo” (Hiroshi Shimizu),
llegando a convertirse, una década después, en una de las grandes estrellas del
cine nacional. Tanto es así, que acabó convirtiéndose en la gran musa de
autores como Yoshinobu Ikeda o Hiromasa Nomura, quienes, incluso, llegaron a
incluir su nombre en el título de algunas de sus obras como principal reclamo, “The Kinuyo
Story” (Yoshinobu Ikeda, 1930), “Doctor Kinuyo” (Hiromasa Nomura, 1937) o “Kinuyo's
First Love” (Hiromasa Nomura, 1940). Tanaka terminó trabajando durante 14 años
con Mizoguchi, mientras colaboraba con los más grandes, como Ozu o Naruse. Sin
embargo, más loable si cabe es que la actriz se situaría tras las cámaras durante los años 50 y 60 para ser reconocida como la primera
directora de cine de Japón. Mitsuko Mito iniciaría su carrera de actriz en 1935, con “Wakadanna haru ranman”, aunque su
reconocimiento internacional vendría de la mano de Ozu y Mizoguchi, mientras
que Machiko Kyô, lo haría con Kurosawa y su “Rashomon” (1950).
Para 1953, Masayuki Mori ya se había
convertido en uno de los grandes actores nacionales tras trabajar con
importantes cineastas como Kon Ichikawa o Keisuke
Kinoshita, aunque destacaría su labor junto a Kurosawa en “Los Hombres
que Caminan sobre la Cola del Tigre” (1945), “La Nueva Leyenda del Gran Judo”
(1945), “Los que Construyen el Porvenir” (Akira Kurosawa, Hideo Sekigawa y
Kajirô Yamamoto, 1946) “El Idiota” (1951) y, especialmente, “Rashomon” (1950).
Tampoco era la primera vez que colaboraba con Mizoguchi, con el que ya trabajó
en “La Dama de Musashino” (1951). En esta ocasión, asistimos atónitos al
estrecho camino que separa la ambición de la locura, más allá, incluso, de las
vivencias de su amigo, Tôbei, encarnado por Eitarô Ozawa, aunque durante la
mitad de su trayectoria figurara con el nombre Sakae Ozawa. El actor, del que
podemos disfrutar en más de 200 producciones, también disfrutaría de la confianza de los más afamados directores del
cine clásico japonés, al igual que su compañero de
reparto.
La crítica occidental se vio especialmente conquistada por la violencia
implícita en las obras de Mizoguchi. Una violencia que rezuma desde el interior
del ser humano como parte de su naturaleza y que conduce a sus personajes hasta
las últimas consecuencias, las cuales, por lo general, de una forma u otra,
toman contacto con la muerte, como es en este caso. Es precisamente en ese
instante cuando la cinta se transforma en una auténtica joya, cuando en una
única escena alcanzamos el mundo sobrenatural por medio de un mágico movimiento
de cámara. Una línea invisible que se traspasa y que relaciona a los vivos con
los muertos como si se tratara de la pura realidad, cuando tan sólo es un
engaño de nuestra mirada, empujada a mirarlo con total naturalidad. Por eso mismo,
“Cuentos de la Luna Pálida” se eleva a lo sublime, al deleite del clasicismo
cinematográfico que, durante el siglo XX, tomó un cariz exótico para los más
ávidos cinéfilos, pero que, en la actualidad, su valor histórico ha logrado superarlo.
Lo mejor: su magnífico clímax entre lo terrenal y lo
fantasmagórico, revelador de toda una obra maestra del cine.
Lo peor: la necesidad de contar y analizar con profundidad
muchos más aspectos narrativos y estéticos de una gran película, pero que
provocarían que esta entrada fuera eterna.
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