Por
todos es conocida la complicada vida del afamado director francés Roman Polanski. Considerado
como uno de los más importantes cineastas que tenemos, su infancia ya vino
marcada por las desgracias acontecidas en el Holocausto Judío durante la
Segunda Guerra Mundial. Su fama y prestigio quedó ensombrecida por fatídicos
incidentes como el asesinato de su esposa, Sharon Tate, y su hijo nonato a
manos de los fervientes seguidores del criminal Charles Manson, o la
acusación de una violación a una menor a finales de los años 70 y que, posteriormente, quedaría resuelto.
Con
la difusión de “La Muerte y la Doncella”, una de sus cintas más personales que,
sin embargo, obtuvo un recibimiento bastante moderado, llegarían tiempos de
calma y cierta estabilidad, principalmente protagonizado por el nacimiento de su primera hija. Esa tranquilidad
queda reflejada en una historia que profundiza en sus propios temores y traumas, que
aún siguen clavados en su memoria y que trata de desmenuzar a través de una
adaptación de la obra teatral homónima escrita por el dramaturgo argentino Ariel
Dorfman sobre las víctimas de la dictadura de Pinochet.
A
principios de los 90, en una noche lluviosa, Paulina Escobar (Sigourney Weaver)
y su marido, un prestigioso abogado llamado Gerardo (Stuart Wilson), llegan a
su casa de campo junto a Roberto Miranda (Ben Kingsley), un médico con el que
han coincidido a mitad de camino. Paulina siente que conoce a Roberto y, a
través de una serie de conversaciones, tendrá que enfrentarse a un pasado
aterrador lleno de crueldad y de heridas abiertas imposibles de cicatrizar. La
tranquila noche se convierte en un infierno a partir de las notas del cuarteto
de cuerdas del compositor austríaco Schubert, que interpretan “La Muerte y la Doncella”, una
pieza que despierta recuerdos, sufrimientos, instantes de tortura y violencia
inolvidables.
La
batalla dialéctica entre Miranda y Paulina deja atónitos tanto a Gerardo como a
los espectadores. Negaciones, acusaciones y coartadas dejan al médico
inmovilizado de forma literal, presenciando una lucha entre verdugo y víctima
para poder cerrar un capítulo en sus historias. Polanski nos invita a sentir
multitud de emociones en tan sólo 100 minutos de metraje, en un viaje repleto
de angustia, de amargura, locura y de secuelas incurables, que nos recuerda a
todos los fatídicos sucesos, guerras y dictaduras que han ocurrido en el siglo
XX. En colaboración con el guionista norteamericano Rafael Yglesias, los
magistrales diálogos derrochan genialidad a cada instante, funcionando a la
perfección para desenmarañar los nudos en la garganta de sus personajes. Cierta
sed de venganza se desliza entre las palabras tras conocer los aterradores
hechos a los que se tuvo que someter Paulina, mientras Miranda nos hace dudar
una y otra vez gracias a la espeluznante frialdad que muestra ante cualquier
tipo de reacción.
Y
así, sin darnos cuenta, el director vuelve a insertar su sello más auténtico,
introduciendo a un personaje extraño en el contexto rutinario y habitual de la
pareja y creando una atmósfera sombría, amenazante, tensa y excesivamente densa.
Su invitación a reflexionar sobre la crueldad y la venganza pone de manifiesto
la miserable condición humana en tiempos de inestabilidad política, de poder y
ambición y, sobre todo, la impunidad con la que se han tratado estas cuestiones
con el paso del tiempo. Paulina tiene entre sus manos una noche en la que poder hacer
justicia, pero las formas de llevarlo a cabo son diversas e inesperadas, por lo
que el desarrollo de la narración es más interesante y emocionante con el
transcurso de los minutos, quedando inevitablemente atrapados en un combate
verbal ficticio de verdades y mentiras. Y es que en “La Muerte y la Doncella”
no existe el descanso psicológico, sino que nos dejamos atrapar por la sucesión
de los acontecimientos de manera fluida y desconcertante, posicionándonos
constantemente en la piel de unos personajes interpretados de manera brillante.
La carismática
Weaver, en una de las mejores actuaciones de su carrera, nos hace estar
pendientes de su expresividad, de la mirada con la que, en un principio, parece
delatar lo que va a ocurrir a lo largo de la trama. La profesionalidad que
tanto la actriz como sus compañeros irradían es el principal encanto de un
juego que trata de montar la credibilidad de un rompecabezas. Kingsley se hace
cargo de un personaje rocambolesco y más temible de lo que aparenta ser. La
respetuosa actitud que mantiene al inicio de la cinta provoca que nuestros ojos
partan de una mentira y que lleguen a verlo como una víctima de los reproches
de una enloquecida Weaver. Por su parte, Wilson representa en todo momento
nuestra postura, la de quien presencia tal disputa y no sabe qué es lo que
ocurre en realidad.
Con
impresionantes exteriores del norte de España, como el municipio coruñés de
Valdoviño y de Meiras, en El Ferrol, la fotografía del director italiano Tonino
delli Colli se ve potenciada para recrear ese asfixiante ambiente que requiere
la narración. Los grandes contrastes y una iluminación prácticamente opresiva fomentan
la sensación de aislamiento y soledad que se nos presenta como si de una
prisión se tratase. La cámara a manos de Polanski es totalmente espléndida y es
que es inevitable sentir que, una vez más, estamos ante un auténtico maestro
del arte cinematográfico. Esa gran variedad de planos y enfoques vienen
acompañados de una banda sonora elevada casi a la categoría de personaje,
mientras que, una vez desencadenada la tensión, se mantiene en segundo plano
aportando una sensación de melancólica inquietud.
“La
Doncella y la Muerte” es una historia trágica, dinámica y muy personal.
Polanski nos atrapa desde el primer instante con su buen uso del suspenso y, a
medida que presenciamos tan macabra trama, notamos una asfixia imparable para
desembocar en un clímax perfecto, lleno de oxígeno, descanso. Su final nos
invita a reflexionar sobre las miserias que el ser humano puede arrastrar a lo
largo de su vida, sobre cómo las personas son los seres más crueles de un mundo
que queda sumergido entre la sangre vertida por heridas imposibles de
cicatrizar.
Lo
mejor: la importancia otorgada a los diálogos. La evolución psicológica de cada
personaje, encabezado por unas interpretaciones insuperables.
Lo
peor: la fría y claustrofóbica sensación que se desprende.
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