Uno no sabe qué esperar de ciertas películas, como es el
caso de “Sayat Nova (El Color de la Granada)”, la obra más popular del director
y artista armenio Sergei Parajanov (Serguéi Paradzhánov). Considerado a día de
hoy como uno de los grandes maestros del cine del siglo pasado, creó en 1964 su
largometraje más internacional, encumbrado por ser un ejercicio cinematográfico
modélico a través de su poesía visual, de fuerte carga simbólica; y los matices
especiales que adornan lo que definitivamente acaba siendo puro arte. Sin
embargo, y pese a que esta introducción suena del todo golosa, esta cinta no es
para todo tipo de públicos. Para muchos se trata de un trabajo sin igual,
incomparable a cualquier otra película vista; para otros es de difícil
asimilación e, incluso, su visionado se hace cuanto menos costoso y forzado. Y
es que requiere de cierta preparación para poder llegar a comprender el mensaje
de su creador y evitar, así, convertirse en el metraje más extraño que uno
pudiera ver.
Su título nos desvela la figura protagonista, un poeta,
músico y cantante ashik del siglo XVIII procedente de Armenia que adoptó el
sobrenombre de Sayat Nova para encarnar al “Maestro de los Cantares”. Su
reconocimiento en las tierras del Cáucaso responde al considerable y rico
legado que ha dejado a su pueblo. Precisamente por ello, Parajanov inició un
biopic construido a partir de capítulos que recorren su vida. Para ello, parte de la
infancia (Melkon Alekyan) y su aprendizaje de los escritos humanistas, su adolescencia y
juventud (Sofiko Chiaureli), dominada por su amor por Ana, la hermana del monarca Erekle II de
Georgia, que le costó su posición en la corte real; prosigue con su ingreso en el monasterio
de la Iglesia Apostólica Armenia con la llegada de la madurez (Vilen Galstyan); su sueño, que
antecede al encuentro con el ángel de la muerte en su vejez (Gogi Gegechkori); y finalmente su
muerte, que, en la vida real, vino a manos del ejército iraní al negarse a
convertirse al Islam. Sin embargo, el cineasta no se conforma con realizar un
biopic al uso, sino que, para narrar la vida del cantautor, construye un relato
a partir de fragmentos de algunas de las obras de Sayat Nova, los cuales se encierran en
pequeños fragmentos a través de la voz en off o intertítulos que dan la entrada
a cada uno de estos capítulos.
Queda demostrado que apenas se necesitan 80 minutos de
metraje y un limitado presupuesto para construir una de las películas más
valiosas del cine mundial. Su opulencia visual también es obra del director de
fotografía armenio Suren Shakhbazyan, el cual realiza una labor muy cuidadosa
plagada de detalles. Su frontalidad persigue el estilo de un retrato pictórico
viviente, en donde los personajes desfilan para rememorar toda una vida a
través de la maravillosa inmensidad de su poesía visual. La sencilla
gestualidad forzada y encriptada acompaña al arte de Parajanov, influido por la
ruptura con el Realismo Soviético que ya había emprendido su contemporáneo
Andréi Tarkovski y que le llevó por estos senderos de autodescubrimiento y
genialidad que le permitieron romper con las tendencias cinematográficas del
momento y concebir el cine como una herramienta puramente visual.
Los collages, las telas, las texturas, los colores, las
miradas y las escuetas palabras construyen una obra sin igual entre ángeles y
demonios, rituales y tradiciones, figuras geométricas, cristales, piedras,
animales e instrumentos, como el kamancheh que debe abandonar Sayat Neva en su
ingreso al monasterio. Cada imagen se clava en la retina por sí sola, exigiendo
un trabajo extra por parte del espectador para llegar a comprender la
exposición ritual del cineasta. El silencio se apodera de la mayor parte de los
planos como si el tiempo se hubiera congelado ante la magnitud de un escenario
expresivo y viviente. Su carga simbólica nos revela más información que la
propia y escasa narración, condensando un lirismo insólito que puede llegar a
resultar extenuante, puesto que estamos ante una obra difícil de desencriptar
por completo. Existen más interrogantes de los que quisiéramos y adentrarse en
su análisis supone darse cuenta de la inmensa cantidad de significados discordantes
que desprende tan fascinante película.
“Sayat Nova (El Color de la Granada)” es el resultado del
encargo que le hicieron a Parajanov desde los Estudios Armenfilm de Ereván tres
años antes de que viera la luz tras muchos cambios por parte de la compañía
para conciliar la necesidad de presentar una biografía al uso y permitir dar
rienda suelta a la creatividad de uno de los cineastas con mejor reputación
internacional de la nación. El producto final acabó siendo una creación
imposible de describir. La historia la ha colocado en un lugar honorífico
después de que su autor tuviera que pasar por grandes e injustas calamidades y
el metraje por los oscuros dictámenes de la censura, que terminarían por
ensañarse mutilándola y finalmente prohibiéndola durante demasiado tiempo. Esta
excéntrica composición de tableaux vivants es un homenaje respetuoso al más
importante poeta armenio, entre excesos y artificios que tienden a la
exageración para distanciarse de lo que bien podría haber sido un largometraje documental
más.
Lo mejor: se trata de una experiencia única que, en un
inicio, resulta desconcertante, pero que, con el paso de los minutos, llega a
ser absolutamente cautivadora.
Lo peor: entender el cine como una herramienta para
entretenerse es un absoluto error. De ser así, podríamos perdernos grandes maravillas
inscritas en la historia del cine mundial.
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