Qué triste es ser conscientes de que aún existe la censura
cinematográfica en muchos países y lo peor es que, en casos como el de China,
esta situación va a continuar durante mucho tiempo más. Poner trabas al arte en
pleno siglo XXI es un auténtico sacrilegio y cintas como “Un Perro Ladrando a
la Luna” engrosan una lista eterna que parece no tener fin. El primer
largometraje de la directora y guionista china Lisa Zi Xiang se convirtió en
una coproducción por supervivencia, puesto que, para sortear el temible
“tijeretazo” gubernamental, tuvo que pasar por manos españolas en su fase de
postproducción. Al contrario de lo esperado, en lugar de ganar popularidad por
su controversia dentro de la red de festivales internacionales de cine o, incluso, eclipsar el trabajo, como ha ocurrido en multitud de
ocasiones; se quedó en un frágil eco anecdótico que, al menos, permitió que
permaneciera intacta la idea original de Zi Xiang.
Huang Xiaoyu (Gaowa Siqin) es una joven embarazada que
regresa desde Estados Unidos a China en compañía de su marido, Benjamin (Thomas
Fiquet). Desea visitar a sus padres, Li Jiumei (Renhua Na) y Huang Tao (Wu
Renyuan), pero su viaje abre la caja de Pandora de los recuerdos, desatando
todos los nudos que sustentan su relación. Su padre ha decidido separarse y
vivir, por fin, su realidad, mientras que su madre trata de convencer a los
demás y, sobre todo, a sí misma de que se marido volverá al cauce correcto. De
nuevo, ha encontrado un nuevo rayo de esperanza al albor de los extraños
dictámenes de una secta budista que promete curar la raíz del problema que ha
hecho fracasar su matrimonio: la homosexualidad de su esposo. Con la creencia
de que se trata de una enfermedad mental que puede llegar a tener curación, Li
Jiumei se ha transformado en una mujer frágil por culpa de su desesperación. No
es consciente del daño que provoca en su familia y constantemente paga su
frustración con su hija, a la que dirige palabras verdaderamente duras desde su
adolescencia.
A pesar de los obstáculos en su desarrollo, la directora
presenta una radiografía de la sociedad china contemporánea desde el silencio
casi sepulcral y realiza un tratamiento de la homosexualidad desde diferentes
puntos de vista. El retrato de esta familia va adquiriendo poco a poco cierta
teatralidad, especialmente en los instantes en los que el pasado y el presente
se funden en uno para señalar los errores en los que se cae, las culpas que se
arrastran y la intolerancia y falta de comprensión que se genera. Los silencios
desvelan a los personajes, algunos aletargados por el sopor del castigo
perpetuo, otros activados por nuevas metas que tan solo camuflan los verdaderos
problemas que han sido forjados a base de mentiras con las que han envuelto su rutina. Zi Xiang nos permite sorprendernos con un clímax que parece paladearse desde la
segunda mitad de la cinta, pero que se revela con fuerza y dolor. Es entonces
cuando comprendemos todo aquel retrógrado sin sentido, todos esos pensamientos
volcados que parecían tergiversados en un curioso alarde surrealista sobre un
escenario de teatro. Para entonces, todos ellos resurgirán en el silencio.
A lo largo de los 107 minutos de metraje, la cineasta
construye la narración a partir de diálogos que lograron escapar de la censura y
que convertían la homosexualidad de Huang Tao en una simple infidelidad dentro del
matrimonio. Este resbaladizo virtuosismo acompaña a la magnética belleza de sus
imágenes, trabajo realizado por el director de fotografía José Val Bal, que
hace gala de composiciones visuales deliciosas por su estatismo y fuerte
frontalidad para obligar al espectador a permanecer de forma sigilosa como un
inquieto testigo en la distancia. La cámara tan solo nos permite romper esa
barrera con la protagonista, cuya frialdad queda justificada ante el
comportamiento de sus padres, distantes, contenidos y, en definitiva,
arrastrados por la encorsetada educación tradicional de una sociedad que no
termina de comprender la propia esencia del ser humano y que los fuerza a una
estricta rectitud hasta sus últimas consecuencias.
La labor realizada por la actriz Gaowa Siqin es, sin duda,
fantástica gracias a su contención, poniendo especial énfasis en sus miradas y
gestos, las claves para esclarecer los pensamientos de un personaje que parte
de ser protagonista a ceder espacio dramático en la segunda mitad de la cinta a
su compañera Renhua Na, que toma el relevo en sus ansias de materializar esa
supuesta “normalidad” autoimpuesta. Su voz parece solo emitir reproches,
proporcionando una incomodidad absoluta entre la familia. Ella encarna el papel
de la mujer de mediana edad que no ha podido ser libre, que ha sido adoctrinada
por una tradición obsoleta y oprimida por una sociedad patriarcal. El dolor y la
culpa terminan por apoderarse de ella en conversaciones en las que la cámara
parece perseguir más el lenguaje no verbal de quienes desean escapar de una
situación aparentemente rutinaria. Y mientras tanto, Huang Tao permanece
ausente frente a su familia, tan solo respaldado por una hija que trata de
comprender la posición de sus padres a pesar de los muros que se encuentra a su
paso.
“Un Perro Ladrando a
la Luna” susurra una realidad apaleada
entre la sociedad china, una frustración de quienes desean ser y no pueden, de
quienes tratan de amar, pero nunca han logrado proclamar sus verdaderos
sentimientos. La obra de Lisa Zi Xiang nos acerca a la sociedad china de hoy,
aquella que intenta despertar del encorsetamiento, la que ya no quiere
esconderse ni seguir errante a lo largo del tiempo. Esa China enclaustrada en
valores tradicionales y añejos que no le permiten crecer, que se siente
oprimida, mientras otras sociedades ya han alzado la voz en favor de la
libertad.
Lo mejor: el retrato que realiza la cineasta de la sociedad
china en cuanto a la homosexualidad y el papel de la mujer.
Lo peor: la frustración que se desprende.
No hay comentarios:
Publicar un comentario