Es indudable que Rafael Gil fue uno de los directores,
guionistas y productores más significativos del cine español del siglo XX. Poco
más de cuatro décadas de trabajos que nos dejó en herencia, documentales
durante la Guerra Civil para los republicanos, adaptaciones de grandes novelas
y éxitos durante el régimen franquista. Sin ir más lejos, es imposible olvidar la comedia “El
hombre que se quiso matar” (1942), el primer largometraje que le uniría a la
productora valenciana CIFESA; o su remake años más tarde, en 1970, que
terminaría protagonizando un desesperadamente divertido Tony Leblanc.
También se han convetido en indispensables sus dramas, como “La Calle sin Sol” (1948), “La Gran Mentira” (1956), “La Reina del Chantecler” (1962), “Sangre en el Ruedo” (1968)
o “La Duda” (1972), entre otros muchos títulos que engrosan su extensa
filmografía.
Asimismo, por su batuta han desfilado las figuras más reconocidas del
cine español, desde los actores y actrices como Alfredo Landa, José Luis López
Vázquez, Florinda Chico, Juan Luis Galiardo, Irene Gutiérrez Caba, Alberto
Closas, Tony Isbert, Fernando Rey, Francisco Rabal o Arturo Fernández, entre
otros muchos; hasta grandes grandes celebridades como Carmen Sevilla, Sara Montiel,
Joselito, Pedro Carrasco o Manuel Benítez “El Cordobés”. Sin embargo, antes de
llegar a formar parte de la vida de tantas personalidades, no puede pasar
desapercibido su cuarto largometraje, “Eloísa está debajo de un almendro”, una
comedia que supone la adaptación a la gran pantalla de la novela de título
homónimo del escritor y dramaturgo español Enrique Jardiel Poncela.
Precisamente, la obra se convertiría en su primer gran éxito, un reconocimiento
que, incluso, llegaría con el premio a la mejor película por parte del
Sindicato Nacional del Espectáculo en 1944.
Fernando (Rafael Durán) regresa de Bruselas tras completar
sus estudios de doctorado. Ha pasado mucho tiempo fuera de su casa, pero su tío
Ezequiel (Alberto Romea) y Dimas (José Prada) le reciben con una inquietud muy extraña. Al
llegar, encuentra una extraña carta de suicidio de su difunto padre escrita
nada menos que hace 10 años. En ella le solicita resolver un extraño misterio
que encierra un viejo y cercano caserón. Precisamente, este enigma está
relacionado con su fallecimiento, por lo que Fernando no tarda en entablar una
relación con quienes residen en él, la familia Briones. Sin embargo, todos
ellos parecen estar locos, a excepción de la única persona capaz de ayudarle, una hermosa
joven llamada Mariana (Amparo Rivelles). Precisamente, no tardará en localizar una
caja de música y un retrato de una mujer que, al parecer, fue asesinada en
dicha mansión y cuya imagen es idéntica a Mariana.
Esta visión tan personal de la novela original se ve
obviamente recortada a un metraje de apenas 73 minutos, en donde no solo la
comedia disparatada campa a sus anchas, sino que las dosis de intriga y los
aires teatrales dominan a la perfección una historia rocambolesca y de máximo
disfrute. Es inevitable percatarse de ciertos altibajos en su narración,
posiblemente dados por la reestructuración temporal y espacial que llevó a cabo Rafael
Gil. También es difícil pasar por alto algunos chascarrillos forzados e innecesarios que no terminan de
funcionar, pero la simpatía y el desparpajo con el que se desarrolla la trama
parece oscurecer cualquier ridículo problema. Tal vez sea el frescor que aporta
o las carcajadas que se desprenden con algunos diálogos la clave que provoca que nuestra atención no se desvíe de la pantalla en ningún instante. Igualmente, tampoco hay que olvidar a su espectacular elenco que
rezuma ingenuidad y genialidad a partes iguales.
Amparo Rivelles nos eclipsan desde el primer momento en el
que aparece frente a nosotros. Apenas contaba con 18 años cuando encaró el
papel de Mariana en el que supuso su séptimo trabajo desde que fuera la
protagonista de “Mari Juana” (Armando Vidal, 1941). Junto a ella, el popular
actor Rafael Durán contaba con una trayectoria muy similar, a pesar de que sus
inicios se vincularan con papeles más secundarios. No podemos olvidar al elenco
que les rodea, especialmente las intervenciones de la gran Guadalupe Muñoz Sampedro, de un extravagante Juan
Espantaleón, del servicial Juan Calvo o del siempre entrañable Joaquín Roa. Cada uno de ellos
funciona como un perfecto engranaje para crear esta creativa maquinaria compuesta de locura,
fantasmas, crímenes, engaños, alucinaciones y muchas risas.
El director de fotografía español Alfredo Fraile se encarga
de dotar ese típico matiz de los melodramas de intriga clásicos. Por entonces,
Fraile estaba más que solicitado, puesto que, desde su andadura en 1937, su
trayectoria profesional contaba con un gran número de piezas documentales
realizadas durante la Guerra Civil y películas tan señaladas como “Porque te vi
llorar” (1941) o “¡A mí la legión!” (1942), ambas de Juan de Orduña. No sería
el único cineasta que contaría con su talento, puesto que también colaboraría
con Carlos Arévalo o Juan López de Valcárcel en sus inicios. Igualmente, tampoco sería la primera
vez que formaría parte del equipo de Rafael Gil, puesto que ya había participado en el
tercer largometraje de este, la comedia romántica “Huella de Luz” (1943).
En esta ocasión, el escenario de la cinta se convierte en un
sinfín de entradas y salidas, de escondrijos y de rincones lúgubres que dotan
de misterio una trama que obviamente lo necesita, pese a su distendido humor. En
este aspecto, Gil y Fraile siguen fielmente el texto literario y, sobre todo,
dotan de una siniestra viveza el exterior de tan temida mansión. Sin duda, y
dejando atrás las inevitables comparaciones con su obra original, Rafael Gil
supo sacar partido de “Eloísa está debajo de un almendro”, una divertida
película de rápido visionado que permite dejarse llevar por la disparatada
locura de la familia Briones y el trágico pasado de Fernando y su progenitor.
Lo mejor: disfrutar de un rato de diversión y excentricidades en una
dosis pequeña de apenas 73 minutos de duración.
Lo peor: el mero entretenimiento tiene pocas desventajas,
por no decir ninguna.
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