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miércoles, 10 de junio de 2020

LA RAZÓN DE LA LOCURA (1943)


Es indudable que Rafael Gil fue uno de los directores, guionistas y productores más significativos del cine español del siglo XX. Poco más de cuatro décadas de trabajos que nos dejó en herencia, documentales durante la Guerra Civil para los republicanos, adaptaciones de grandes novelas y éxitos durante el régimen franquista. Sin ir más lejos, es imposible olvidar la comedia “El hombre que se quiso matar” (1942), el primer largometraje que le uniría a la productora valenciana CIFESA; o su remake años más tarde, en 1970, que terminaría protagonizando un desesperadamente divertido Tony Leblanc. También se han convetido en indispensables sus dramas, como “La Calle sin Sol” (1948), “La Gran Mentira” (1956), “La Reina del Chantecler” (1962), “Sangre en el Ruedo” (1968) o “La Duda” (1972), entre otros muchos títulos que engrosan su extensa filmografía. 

Asimismo, por su batuta han desfilado las figuras más reconocidas del cine español, desde los actores y actrices como Alfredo Landa, José Luis López Vázquez, Florinda Chico, Juan Luis Galiardo, Irene Gutiérrez Caba, Alberto Closas, Tony Isbert, Fernando Rey, Francisco Rabal o Arturo Fernández, entre otros muchos; hasta grandes grandes celebridades como Carmen Sevilla, Sara Montiel, Joselito, Pedro Carrasco o Manuel Benítez “El Cordobés”. Sin embargo, antes de llegar a formar parte de la vida de tantas personalidades, no puede pasar desapercibido su cuarto largometraje, “Eloísa está debajo de un almendro”, una comedia que supone la adaptación a la gran pantalla de la novela de título homónimo del escritor y dramaturgo español Enrique Jardiel Poncela. Precisamente, la obra se convertiría en su primer gran éxito, un reconocimiento que, incluso, llegaría con el premio a la mejor película por parte del Sindicato Nacional del Espectáculo en 1944.

Fernando (Rafael Durán) regresa de Bruselas tras completar sus estudios de doctorado. Ha pasado mucho tiempo fuera de su casa, pero su tío Ezequiel (Alberto Romea) y Dimas (José Prada) le reciben con una inquietud muy extraña. Al llegar, encuentra una extraña carta de suicidio de su difunto padre escrita nada menos que hace 10 años. En ella le solicita resolver un extraño misterio que encierra un viejo y cercano caserón. Precisamente, este enigma está relacionado con su fallecimiento, por lo que Fernando no tarda en entablar una relación con quienes residen en él, la familia Briones. Sin embargo, todos ellos parecen estar locos, a excepción de la única persona capaz de ayudarle, una hermosa joven llamada Mariana (Amparo Rivelles). Precisamente, no tardará en localizar una caja de música y un retrato de una mujer que, al parecer, fue asesinada en dicha mansión y cuya imagen es idéntica a Mariana.

Esta visión tan personal de la novela original se ve obviamente recortada a un metraje de apenas 73 minutos, en donde no solo la comedia disparatada campa a sus anchas, sino que las dosis de intriga y los aires teatrales dominan a la perfección una historia rocambolesca y de máximo disfrute. Es inevitable percatarse de ciertos altibajos en su narración, posiblemente dados por la reestructuración temporal y espacial que llevó a cabo Rafael Gil. También es difícil pasar por alto algunos chascarrillos forzados e innecesarios que no terminan de funcionar, pero la simpatía y el desparpajo con el que se desarrolla la trama parece oscurecer cualquier ridículo problema. Tal vez sea el frescor que aporta o las carcajadas que se desprenden con algunos diálogos la clave que provoca que nuestra atención no se desvíe de la pantalla en ningún instante. Igualmente, tampoco hay que olvidar a su espectacular elenco que rezuma ingenuidad y genialidad a partes iguales.

Amparo Rivelles nos eclipsan desde el primer momento en el que aparece frente a nosotros. Apenas contaba con 18 años cuando encaró el papel de Mariana en el que supuso su séptimo trabajo desde que fuera la protagonista de “Mari Juana” (Armando Vidal, 1941). Junto a ella, el popular actor Rafael Durán contaba con una trayectoria muy similar, a pesar de que sus inicios se vincularan con papeles más secundarios. No podemos olvidar al elenco que les rodea, especialmente las intervenciones de la gran Guadalupe Muñoz Sampedro, de un extravagante Juan Espantaleón, del servicial Juan Calvo o del siempre entrañable Joaquín Roa. Cada uno de ellos funciona como un perfecto engranaje para crear esta creativa maquinaria compuesta de locura, fantasmas, crímenes, engaños, alucinaciones y muchas risas.

El director de fotografía español Alfredo Fraile se encarga de dotar ese típico matiz de los melodramas de intriga clásicos. Por entonces, Fraile estaba más que solicitado, puesto que, desde su andadura en 1937, su trayectoria profesional contaba con un gran número de piezas documentales realizadas durante la Guerra Civil y películas tan señaladas como “Porque te vi llorar” (1941) o “¡A mí la legión!” (1942), ambas de Juan de Orduña. No sería el único cineasta que contaría con su talento, puesto que también colaboraría con Carlos Arévalo o Juan López de Valcárcel en sus inicios. Igualmente, tampoco sería la primera vez que formaría parte del equipo de Rafael Gil, puesto que ya había participado en el tercer largometraje de este, la comedia romántica “Huella de Luz” (1943). 

En esta ocasión, el escenario de la cinta se convierte en un sinfín de entradas y salidas, de escondrijos y de rincones lúgubres que dotan de misterio una trama que obviamente lo necesita, pese a su distendido humor. En este aspecto, Gil y Fraile siguen fielmente el texto literario y, sobre todo, dotan de una siniestra viveza el exterior de tan temida mansión. Sin duda, y dejando atrás las inevitables comparaciones con su obra original, Rafael Gil supo sacar partido de “Eloísa está debajo de un almendro”, una divertida película de rápido visionado que permite dejarse llevar por la disparatada locura de la familia Briones y el trágico pasado de Fernando y su progenitor. 

Lo mejor: disfrutar de un rato de diversión y excentricidades en una dosis pequeña de apenas 73 minutos de duración.

Lo peor: el mero entretenimiento tiene pocas desventajas, por no decir ninguna.


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