David Wark Griffith fue uno de los primeros directores y
guionistas que siempre sembraba controversia con cada uno de sus trabajos. A lo
largo de la historia del cine, siempre le han acompañado términos como racismo,
xenofobia o misoginia, pero, a pesar de ello, sus obras se han convertido en
piezas indispensables en la evolución del séptimo arte.
Independientemente de sus obras más reconocidas, como “El
Nacimiento de una Nación” (1915) y su elegante montaje paralelo, “Intolerancia”
(1916) y la injusticia religiosa y social o “Lirios Rojos” (1919) y el trágico
romance entre un inmigrante chino y una inocente joven maltratada; nos queda un
valioso legado con un gran número de pequeños metrajes que desarrolló a lo
largo de su fulgurante carrera, entre los que cabe recordar “Los Mosqueteros de
Pig Alley” (1912), considerada a día de hoy como una de las primeras piezas de
cine de gángsteres; “La Telegrafista de Lonedale” (1911), el perfecto ejemplo
de cine narrativo primitivo; o “El Valor del Trigo” (1909), un drama
especialmente crítico con las diferencias entre las clases sociales.
En este último caso, encontramos la adaptación de la novela
“The Pit” (1903), escrita por el novelista estadounidense Frank Norris.
Griffith y Frank E. Woods construyen una narración que viene iniciada por un
agricultor (James Kirkwood) que trabaja en el campo realizando sus labores de
siembra. Aún no es consciente de la estrategia que tiene pensado llevar a cabo
“el rey del trigo” (Frank Powell). El pueblo disfruta de los bajos precios del
trigo hasta que decide subir el coste a su antojo, provocando que muchos de
ellos ni siquiera puedan adquirir una barra de pan para comer. Es curioso que
la crítica que inserta Griffith en su obra sigue estando de plena actualidad.
De hecho, su ambientación corresponde a décadas anteriores, aunque su trama
parezca un reflejo de nuestra actualidad en el ámbito de la agricultura, por lo
que bien se podría decir que estamos ante una pequeña aproximación a una
situación perpetuada en el tiempo.
La codicia, el poder y la desigualdad social son las
directrices sobre las que se asienta este cortometraje, siendo especialmente
remarcable la interpretación de Powell en el papel de empresario ambicioso que
pretende sacar partido de la ruina de otros. Los 15 minutos de metraje suponen
un pulso al conflicto, aunque su desenlace acuse más a una relación kármica de
efecto-consecuencia. Pero su principal valor ya no solo reside en el desarrollo
de una película con los códigos genéricos básicos de todo drama social, sino en
la inserción de dos historias paralelas que facilitan que el espectador pueda
realizar una comparación entre dos clases sociales distanciadas, acentuadas
especialmente por una época que extrañamente no parece tan lejana. Ese montaje
paralelo iniciático aporta la principal base sobre la que se asentarían las
obras más importantes de Griffith y por la que la historia del cine le sigue
recordando.
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